De Adrián Pierini.
De un lado están las que gritan, del otro las que describen. De un lado se hallan las que compiten por protagonismo, del otro las que se muestran únicas, soberbias. De un lado se ubican las que exclaman «¡Cómprame!», del otro las que se muestran estoicas y dicen simplemente: «aquí estoy, esta empresa soy yo».
Estamos hablando de marcas. Más precisamente de dos grandes grupos de marcas: las creadas para identificar a productos de consumo masivo y las pensadas para corporaciones, instituciones o productos elitistas. Ahora bien, ¿son unas mejores que otras? ¿Acaso la construcción de una identidad para un banco resulta ser mucho más compleja que la desarrollada para un paquete de salchichas? ¿En qué radica la diferencia? ¿En el glamour? ¿En el tipo de público? ¿En la temporalidad?
Entiendo que muchos clientes tienen una percepción equivocada sobre el nivel de complejidad constructiva que una marca de productos masivos implica y sobre cómo estos elementos de comunicación, que pueden llegar a transformarse en auténticos activadores del consumo, en ocasiones son posicionados por debajo de sus reconocidas hermanas, las denominadas «marcas corporativas».
Es importante aclarar que no pretendo menospreciar a estas últimas sino establecer que tanto un grupo como el otro, a pesar de constituir elementos comunicadores diferentes, y de poseer funciones y contextos específicos, deben ser valorados por igual, reconociéndose ambos como piezas fundamentales de la gran maquinaria estratégica denominada «branding».
Dos contextos diferentes que condicionan forma y función
Las marcas creadas para productos de consumo masivo, desfilan por un escenario en el que solo aquellas identidades gestadas de modo inteligente tienen la posibilidad de destacarse y triunfar. Hallan su razón de ser en el vértigo, en el ruido intenso, en el ejercicio de cruentas batallas en las que los distintos mensajes emitidos por la competencia, ambicionan condicionar a un consumidor fluctuante en sus gustos, comprensiblemente confundido ante la multiplicidad de estímulos visuales en el punto de venta. En la vereda opuesta, y funcionando en un entorno mucho más benigno, se encuentran las formales marcas corporativas. Ellas no gritan, dialogan con su público en un lenguaje mucho más civilizado. Su exposición tiene más posibilidades de ser privilegiada. El tiempo del que disponen para su reconocimiento y motivación es mayor. La competencia pocas veces se interpone en el dialogo con su target y su implementación invita muchas veces al destinatario del estímulo al disfrute y la contemplación. ¿Barbarie vs. civilización?, ¿impulso vs. racionalidad? Se trata de dos realidades bien distintas que inevitablemente influirán en el modo de pensarlas y construirlas.
De nada sirve ser bueno si los demás no saben que existo
Algunos podrían opinar que esta categorización es un tanto extremista, y quizá lo sea, pero no puede negarse que los escenarios en los que funcionan unas y otras marcas son muy opuestos. La marca gráfica de un producto masivo que logre moverse con eficacia en tan duras condiciones es merecedora del mayor de los respetos. Basta con saber que el visitante de una góndola solo le destina 1,3 segundos a la elección de un envase, para comprender que se le exige una capacidad de captación mucho mayor que a una marca de corte institucional. Para lograr que la oferta logre obtener el posicionamiento ideal dentro de un supermercado, ya no basta con que las materias primas sean excelentes y con que los procesos de elaboración sean muy cuidados.
Las empresas fabricantes deben comprender que un logotipo bien gestado puede transformarse en uno de los aliados estratégicos más valiosos. Es fundamental incorporar la idea de que para desencadenar en el target el mecanismo de consumo (observación, detección, selección y compra), resulta básico poner especial foco en el disparador del proceso. El fracaso funcional de una marca para productos masivos, puede llegar a destrozar la estrategia comunicacional más osada. Su éxito permite construir en torno a ella un imaginario poderoso capaz de resistir los ataques más sólidos de la competencia.
Ignorar el potencial comercial en una marca de productos masivos es despreciar su imagen misma
Es curioso observar que aún existen empresarios o profesionales del marketing de alta jerarquía que minimizan la importancia que los logotipos (o isologotipos) tienen en el éxito de sus lanzamientos. Esta realidad se pone de manifiesto en el malestar que sienten muchos clientes cuando deben aprobar un presupuesto de diseño y en la insistencia por considerar el proyecto como un simple ítem adicional dentro del pedido de desarrollo de un nuevo envase. Es lamentable que un punto de referencia tan esencial para la acción de compra, sea equiparado en complejidad a la simple composición de textos legales o adaptaciones básica de arte. Cuando la composición gráfica obtenida resulta ser exitosa, interpretan ese hecho como la consecuencia directa de una afortunada elección estética. Lo más grave es que, a pesar de su comprobada eficacia, aún sostienen que el rol de la marca gráfica de producto es pasible de ser reducida a lo meramente descriptivo, y suponen, para su propio perjuicio, que el término «marca» solo le cabe a los grandes servicios y a las grandes empresas o corporaciones.
Esta visión limitante del branding menoscaba la labor de quienes día a día trabajamos arduamente para transformar las identidades de productos (jugos, antitranspirantes, golosinas, galletitas, etc.) en recursos clave de las estrategias de consumo. Esta acepción pobre reduce a simples dibujantes a los que somos capaces de convertir simples letras, palabras, formas y colores, en conjuntos compositivos sólidos, diferenciadores, seductores, impulsores de consumo, pregnantes, vinculantes con su diferencial emocional o funcional, de alto impacto y, por sobre todo, capaces de convertirse en la síntesis de todos los valores positivos que el fabricante desea transmitir. ¿Acaso se puede pensar que en un escenario como el actual, en el que la oferta ha evolucionado hacia una auténtica ciencia de la acción y reacción, los diseñadores de brandpackaging solo pueden ser gestores de figuras bellas para que «Doña Rosa» disfrute de su experiencia de compra? La hermosura no es un requisito necesariamente obligado a la hora de diseñar una marca para productos masivos, pero sí deben tener la capacidad de convertirse en la primer imagen mental que surja en la mente del target a la hora de satisfacer su deseo de consumo.
Las apariencias no engañan
Las marcas para productos masivos le hablan a personas comunes y por lo tanto, su lenguaje, generalmente, está muy condicionado. Esta característica suma una complejidad mayor a la labor proyectual, ya que el desafío radica en crear una identidad aceptada y reconocida por el consumidor, pero a la vez necesita personalidad e imponerse frente a la competencia. Aunque suela pensarse que el público siempre está dispuesto al cambio, la realidad es que la gente no duda en expresar malestar cuando la innovación no se manifiesta dentro de códigos fácilmente deducibles. Por ejemplo: el logo para goma de mascar infantil se construirá con tipografías de gran peso, volumétricas, muy dinámicas, etc.; el de una pasta italiana utilizará caracteres romanos, su grosor dependerá de la percepción de valor que se desee transmitir, y difícilmente se prescinda de filetes y sombras que lo despeguen del soporte y transmitan un imaginario artesanal; las marcas para limpiadores transmitirán un mensaje entre impactante y dinámico, sus recursos gráficos explotarán el imaginario tecnológico (letras de palo seco, geometrización de las formas, etc.) y poderosa acción (distribución diagonal del logotipo, aplicación de brillos de alto contraste, etc). Descripciones similares podríamos hacer para yogures, quesos crema, dentífricos, premezclas, etc,.
Lo fundamental de todos estos casos, es comprender que aunque parezca que nuestra labor consiste simplemente en tomar ese catálogo de códigos preexistentes que la cultura ofrece y distribuirlos de modo armónico, se requiere un conocimiento actitudinal (que evalúa las distintas experiencias de consumo), un análisis contextual (que profundiza el conocimiento del entorno comercial), una capacidad conceptual (para aportar un sostén argumental a la creación) y finalmente, idoneidad estética con perfil estratégico (que permite cerrar el proceso constructivo de una marca capaz de cumplir con los requerimientos funcionales y comerciales necesarios).
Conclusión
«Una marca para quesos, un logo de pasta dental, ¡que cosa tan común!». Sin duda es una afirmación totalmente errónea pero que suele estar en boca de algunos clientes. Quienes diseñamos marcas para productos de consumo masivo, nos enfrentamos a desafíos proyectuales que solo pueden resultar exitosos si logramos sortear una gran diversidad de obstáculos como: la diversidad de puntos de venta (supermercados, almacenes, hipermercados), un target amplio (una multiplicidad de edades, niveles sociales, culturales, de educación), una competencia arrolladora, siempre atenta a nuestros errores, un tiempo mínimo para transmitir el mensaje, etc. Sin dudas, lo común no forma parte de nuestros briefs.
Que exista esta errónea idea de que las identidades institucionales o corporativas tienen un nivel de complejidad superior a las de productos de consumo masivo, es consecuencia de que el brandpackaging sea una especialidad relativamente reciente, pero también de que hasta hace no mucho tiempo, el escenario de consumo era mucho menos vertiginoso y la acción de venta se llevaba a cabo de un modo mucho más personal e inocente. Esa realidad ha cambiado mucho y hoy, un «simple logotipo» debe ir más allá de lo estético para poder transformarse en la voz misma del producto. Ese grupo de letras y figuras ha dejado de ser la manifestación artística del creador, para convertirse en la expresión viva de un diferencial. Constituye el principal arma que tiene el fabricante para iniciar un diálogo franco y directo con sus consumidores, y es la causa directa de la acción de venta buscada.
Nuestro esfuerzo radica en lograr la eficacia inmediata de un estímulo visual que a primera vista podría parecer poco trascendente, pero que, indudablemente, define la personalidad del producto. Si consideramos que las marcas de los productos que consumimos nos acompañarán a lo largo de la vida, que estarán allí como testigos, quizá no tan mudos, de nuestra realidad e historia personal, y si tomamos en cuenta todas las veces al día que vendrán a nuestras mentes, queda por demás claro que su valor no debe considerarse poca cosa.
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